Haroldo Dilla Alfonso -Periodico 7 Dias
En estos días se cumplieron 103 años de la muerte del imprescindible Máximo Gómez. Un hombre casi legendario que rebasó fronteras y nos dejó a todos los caribeños un mensaje de estoicismo, sensibilidad social y rectitud de principios muy conveniente en estos tiempos.Confieso que cuando por primera vez entre a la sala dedicada a Máximo Gómez en el Museo de la Ciudad de la Habana sufrí cierta decepción al constatar que los zapatos y la levita del guerrero eran tan pequeñas que hoy no hubieran servido a un adolescente medianamente fornido. Fue hace muchos años, y yo era muy joven, acostumbrado a imaginar a los héroes según Hollywood y sin darme cuenta que la verdadera estatura de los hombres y mujeres se mide de la cabeza al cielo, no de los pies a la cabeza. En este sentido Gómez era muy grande. Aún es muy grande, enorme.
Además de grande, Gómez fue complicado. En esos contrasentidos de la vida, Gómez abandonó su patria, República Dominicana, en 1865, tras haber luchado de parte de la derrotada España, para encabezar en Cuba la más cruenta guerra de independencia librada jamás en el continente, contra esa misma España que había defendido. El cambio no fue gratuito: en Cuba pudo conocer lo que ya no existía en República Dominicana gracias a la Revolución Haitiana: la esclavitud. Y fue el rechazo a ese terrible modo de explotación lo que le llevó a presentarse ante un grupo de insurgentes cubanos que habían tomado la ciudad de Bayamo en 1868, habían proclamado al mundo la independencia, habían compuesto un himno, enarbolado una bandera, y otros rituales venerables, pero que no tenían la menor idea de como hacer una guerra.
Gómez la hizo, junto a otros emigrados dominicanos que perecieron en combates por la libertad cubana, y obtuvo así la primera victoria militar de una guerra anticolonial que duraría, con algunas treguas, treinta años. Su historial militar es impresionante: libró los combates más cruentos y decisivos de la guerra, fue el diseñador y ejecutor junto a otro militar genial, el mulato cubano Antonio Maceo, de campañas al estilo de la invasión al occidente cubano y posteriormente de la campaña de la Reforma, donde sometió al ejército español a un desgaste total que terminó consumiendo hasta la última peseta del desvencijado imperio español.
Pero no solo fue un general memorable, sino también un gran político, de esos que entienden que todas las glorias individuales son nimiedades en relación con el bien común. Cuando en los 80s José Martí comenzó a organizar una nueva guerra, Gómez, el generalísimo respetado por todos con un historial sin tachas, fue el primero en poner su espada a las órdenes de un advenedizo, 17 años más joven que él y sin ninguna experiencia militar. Lo hizo a cambio de una sola oferta de Martí: “la ingratitud probable de los hombres”.
Siempre que, cuando viajo a Dajabón y paso por su última morada dominicana en Montecristi o cuando lo hago por el sur y paso por delante del espacio donde nació en Baní, simbólicamente hago una reverencia de agradecimiento a Máximo Gómez.
Un hombre que saltó fronteras. Que nos dejó un mensaje de honestidad y dedicación.
Que finalmente hizo mejor a este mundo en que vivimos.